La casa de Matriona by Alexander Solzhenitsyn

La casa de Matriona by Alexander Solzhenitsyn

autor:Alexander Solzhenitsyn [Solzhenitsyn, Alexander]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


*

Matriona ya no existe. Un ser querido ha muerto. Y el último día de su vida le hice reproches por la chaqueta.

Y la mujer pintarrajeada de rojo y amarillo del cartel seguía sonriéndose alegremente.

La tía Masha permaneció un rato sentada, llorando. Ya se levantaba para irse, cuando de repente me preguntó:

–¡Ignatich! ¿Recuerdas… la chaqueta gris de punto que tenía Matriona…, la que había prometido dejársela a mi Tania cuando muriese? ¿Te acuerdas?

29

Y, en medio de la penumbra, me miraba esperanzada: ¿sería posible que lo hubiese olvidado?

Pero yo recordé:

–Cierto, se la tenía prometida.

–Oye, si no tienes nada en contra, ¿podría llevármela ahora? Esto se llenará por la mañana de parientes y me quedaría sin ella.

Volvió a mirarme suplicante y esperanzada. Era su amiga de medio siglo, la única persona de la aldea que quiso sinceramente a Matriona…

Sin duda, era justo que se la llevase.

–Naturalmente… Cójala… –accedí.

Abrió un pequeño baúl, sacó la chaqueta de él, se la introdujo entre la falda, y se marchó…

Los ratones estaban poseídos de una especie de delirio; rebullían por las paredes y casi eran perceptibles en la tapicería verde las sinuosidades de sus lomos.

Por la mañana me esperaba la escuela. Ya eran más de las dos de la madrugada. Lo único que podía hacer era echar el cerrojo y acostarme a dormir.

Sí, echar el cerrojo, porque Matriona no vendría ya.

Me acosté sin apagar la luz. Los ratones chillaban, gemían casi, y corrían, corrían sin cesar. Con la cabeza fatigada y trastornada, no conseguía librarme de una angustia instintiva: como si Matriona, invisible, vagase por allí despidiéndose de su isba.

De repente, en la semioscuridad de la puerta, me imaginé a Faddei, joven, moreno, parado en el umbral y blandiendo el hacha: «Si no fuese mi propio hermano, os mataría a los dos a hachazos.»

Cuarenta años permaneció su amenaza arrumbada en el rincón como un viejo machete y, a la postre, había asestado el golpe…



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